La terraza del bulevar tiene pocas mesas ocupadas cuando me siento. La gente va y viene por el centro del paseo, entre las dos hileras de veladores. La tarde está algo fresquita. Al otro lado, un hombre ocupa distraídamente una mesa; está extremadamente delgado, usa gafas de miope, su pelo es abundante y canoso, viste de gris. Su mirada se pierde en la distancia, vagando en sus recuerdos.
Ella llega tranquila. Dobló la mitad de la existencia. Viste algo ad lib, con cierto desenfado, cuidando que la holgura de su ropa no descubra las curvas sabrosas de su cuerpo. Pelirroja, con abundante cabello rizado; de ojos grandes, su cara muestra ese atractivo profundo que sólo posee la mujer madura que ha vivido.
Se sienta a su lado; él apenas la mira y sonríe levemente. No se hablan. Ella le contempla un instante y se quita el fular malva de los hombros. Se inclina hacia él y despacio, con suma delicadeza, rodea con la seda el delgado cuello del hombre, protegiéndole. Luego, con sus dedos, acaricia la mejilla masculina, en un roce eterno...
Él agacha un poco la cabeza, sonríe...., borracho de tristeza.
Ella camina delante; con cierta torpeza, pues su pierna izquierda describe un amplio arco, producto quizá de alguna rotura mal curada. Él anda detrás, con el brazo extendido, enlazados los dedos con la mano de su esposa, que sirve de cabo guía de aquel navegante perdido que es su marido. La cara de este y su comportamiento, muestran con claridad que de su mente huyeron recuerdos e inteligencia.
Son mayores, muy mayores. Su apariencia es buena, limpia, cuidada, aunque no lujosa. Él marcha con los ojos cerrados, la boca chasqueante a ratos, el ceño fruncido, recorriendo un universo extraño y desconocido.
Ella tiene los ojos grandes, castaños, muy abiertos. Lloraron todo lo que tenían que llorar. No se queja. Mira con serenidad el entorno, con una paciencia incomprensible. Asume la vida, que hace tiempo dejó de intentar comprender.
Ella le lleva hacia una mesa; le sienta y se coloca a su lado. Levanta la cabeza y mira tranquila. Él se balancea. Sus manos, entrelazados los dedos, no muestran tensión; simplemente están juntas. Siempre las veo juntas, cordón umbilical de la vida.
Ella viene presurosa, sin mirar atrás; él la sigue, a pasitos cortos, todo lo rápido que permite un cuerpo que consumieron los años. Ropa clásica y de calidad. Jubilado él; ella no parece haber pasado del café con las amigas.
Ocupan una mesa frente a mí. No se hablan. Él reposa del derby que ha corrido hasta llegar a la mesa. Ella mira a cualquier sitio, menos hacia donde está su marido, próxima a sorprenderse sí descubre su presencia.
La mujer alza la barbilla, altiva, creyéndose bella. Leo el gesto.. No soy vieja, él no me roza, no tengo años, le soporto por caridad... ¡Quiero vivir!. Que mayor es...; sus arrugas, su estilo decadente, su orgullo. Pena.
Ella llega tranquila. Dobló la mitad de la existencia. Viste algo ad lib, con cierto desenfado, cuidando que la holgura de su ropa no descubra las curvas sabrosas de su cuerpo. Pelirroja, con abundante cabello rizado; de ojos grandes, su cara muestra ese atractivo profundo que sólo posee la mujer madura que ha vivido.
Se sienta a su lado; él apenas la mira y sonríe levemente. No se hablan. Ella le contempla un instante y se quita el fular malva de los hombros. Se inclina hacia él y despacio, con suma delicadeza, rodea con la seda el delgado cuello del hombre, protegiéndole. Luego, con sus dedos, acaricia la mejilla masculina, en un roce eterno...
Él agacha un poco la cabeza, sonríe...., borracho de tristeza.
Ella camina delante; con cierta torpeza, pues su pierna izquierda describe un amplio arco, producto quizá de alguna rotura mal curada. Él anda detrás, con el brazo extendido, enlazados los dedos con la mano de su esposa, que sirve de cabo guía de aquel navegante perdido que es su marido. La cara de este y su comportamiento, muestran con claridad que de su mente huyeron recuerdos e inteligencia.
Son mayores, muy mayores. Su apariencia es buena, limpia, cuidada, aunque no lujosa. Él marcha con los ojos cerrados, la boca chasqueante a ratos, el ceño fruncido, recorriendo un universo extraño y desconocido.
Ella tiene los ojos grandes, castaños, muy abiertos. Lloraron todo lo que tenían que llorar. No se queja. Mira con serenidad el entorno, con una paciencia incomprensible. Asume la vida, que hace tiempo dejó de intentar comprender.
Ella le lleva hacia una mesa; le sienta y se coloca a su lado. Levanta la cabeza y mira tranquila. Él se balancea. Sus manos, entrelazados los dedos, no muestran tensión; simplemente están juntas. Siempre las veo juntas, cordón umbilical de la vida.
Ella viene presurosa, sin mirar atrás; él la sigue, a pasitos cortos, todo lo rápido que permite un cuerpo que consumieron los años. Ropa clásica y de calidad. Jubilado él; ella no parece haber pasado del café con las amigas.
Ocupan una mesa frente a mí. No se hablan. Él reposa del derby que ha corrido hasta llegar a la mesa. Ella mira a cualquier sitio, menos hacia donde está su marido, próxima a sorprenderse sí descubre su presencia.
La mujer alza la barbilla, altiva, creyéndose bella. Leo el gesto.. No soy vieja, él no me roza, no tengo años, le soporto por caridad... ¡Quiero vivir!. Que mayor es...; sus arrugas, su estilo decadente, su orgullo. Pena.
6 comentarios:
Hay parejas, o personas, o como quieras decirlo, da igual, q son jóvenes, muy jóvenes, y transmiten casi letra por letra la última estampa q has descrito.
Que me corrrten la cabeza si algún día yo soy así!.
Qué triste.
Un beso muy grande, Turuprecioso. Cómo me gusta leerte!
Miradas perdidas y silencios esquivos que gritan una condena. Las cárceles del alma acostumbran a ser tétricas.
Y cómo nos descubrimos en las miradas ajenas, o nos huimos...
Esta estancia tuya en la terraza me recuerda mi paso por el Metro en Madrid... qué de vidas tan extrañas... o no... :)
Besos, muchos.
Un paraje y tres parejas… no, no es que esté sugiriendo un título para estas tres secuencias; en realidad, el silencio me parece más que revelador…Convivencias de largo recorrido que se ponen al descubierto a través del gesto. Me pregunto si somos conscientes del desgaste, si nos preparamos para afrontarlo o con cierta parte de nuestro ser vivimos (salvo circunstancias excepcionales) fuera del tiempo, si el deseo es capaz de conservar la memoria del cuerpo como la palabra guarda la del alma.
Buen observador de caracteres. Seguramente somos lo que aparentamos: por mucho que pretendamos escondernos tras las vestimentas que siguen o contrarían las demandas de la moda, al final, a un buen observador como tú no se le oculta fácilmente una forma de ser. Un gesto, una mirada, esa manera ansiosa de mover la mano nos termina delatando. ¿Ves como nuestra “forma” viene a mostrarnos ante los demás cómo somos? O al menos sirve para que alguien fantasee y se invente una bella historia.
Cómo me hubiera gustado que ese "lo soporto por caridad" fuese un "estoy con élporque le quiero", pero supongo que no siempre es así, que casi nunca es así. Una auténtica pena.
Un besito
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