Palabras, palabras, que cual trenes me llevan a conocer nuevos paisajes

miércoles, 29 de noviembre de 2017

Hace 31 años ....

Hace treinta y un años Rosa Montero escribió una columna en "El País" titulada "Príncipe". La he buscado en la hemeroteca para enlazarla y que puedan leer algo bien escrito y no mi texto, que entre mis fracasos y mis emociones suele ser de difícil entendimiento, pero no la he encontrado. Así que intentaré descubrir lo que cuenta en ella, pues conservo en mi archivo y en papel muchos artículos que me plació leer.

Antes quiero hacer una aclaración. Turulato cometió un error: informó a algunas personas sobre quien era. Inmediatamente desapareció el mayor valor de estas pobres letras, que no era otro que la sinceridad. Turulato, cobarde al fin, se autocensuró y eso le llevó a dejar de escribir, pues fue perdiendo la capacidad de compartir, aunque fuese embutido en la bruma de un seudónimo. Pero volvamos al "Príncipe"...

"La verdad es que los cuentos infantiles se las traen"; nos van induciendo a soñar y los sueños, sueños son, que clamaba Segismundo. Los sueños son estrellas que nos guían muchas más veces de las convenientes por el camino de la frustración. "Oiga, señorita, que a los hombres también nos han engañado". "Se nos educó en confundir la pasión con un espasmo pánfilo, y salimos al mundo así de equivocados, con el príncipe enquistado en el deseo".

Pasan los años. Y un día "habitas un terreno común de menudencias". Apego. No, no es el fracaso que parece. Es el resultado del esfuerzo, del hoy por ti y mañana por mí, del trabajo conjunto, del sacrificio en tantas cosas, de caminar de la mano de otro en busca de una meta común. "El príncipe no es más que una momia en el recuerdo y las arañas del palacio se han fundido



Ambición

Iba a titular este apunte "Ambición y competividad" pero basta con la primera. No creo que alguien pueda ser competitivo si no ambiciona. Mi padre era de origen humilde. Luchó con todas sus fuerzas para triunfar. Admiro su esfuerzo; comprendo su necesidad; me agobia lo que sufrió. Quería dejar de ser para llegar a ser. Siempre fué él. Como todos. Así es la vida.

Puedes mejorar cuanto quieras materialmente; la experiencia y el conocimiento te modulan, pero siempre serás el que eres pues "vivimos recordando lo que hicimos y soñando lo que haremos", sin que posiblemente hiciéramos exactamente lo que recordamos ni lleguemos a vivir lo que soñamos. Todo va unido y dentro de un sólo recipiente: "Tú".

Así que murió sin lograrlo. Triunfó, pero no alcanzó a olvidarse. Aprendí a su lado que triunfar es inútil. Que luchar por alcanzar fama, poder, dinero, ... , no te permite ver en el espejo lo que deseas cuando te miras cada día. Querrías ver a quién buscas ser y, día tras día, sigues viendo quien eres. Me convencí de que mi espejo me dirá durante toda la vida: "Este es el único responsable de tí". En consecuencia, ambiciono no ser competitivo y compito conmigo para no ser ambicioso. Intento "ir a mi paso" sea cual sea el de los demás. No es fácil.

Cual resolución de nudo gordiano, lo anterior -escrito hace 13 años y sin publicar- lleva a un callejón sin salida: ya que no puedes cambiar, no hagas nada. Pero los callejones sin salida son trampas imaginarias; basta alterar el punto de vista, para que se abran caminos que no habíamos percibido y que manteniendo el contenido anterior nos abran una salida.

sábado, 18 de marzo de 2017

Por lo vivido, por respeto, por necesidad

Escribe Ignacio Camacho en su columna de ABC de hoy 17 de marzo de 2017:

"En una tumba del cementerio de Vitoria, una mujer ha dejado una corona cuya leyenda dice «L’Chaim»: un brindis por la vida en hebreo. El hombre que ya no podrá leerla se llamaba Fernando Altuna Urcelay y era hijo de una víctima de ETA. A su padre lo asesinaron en 1980 los polimilis, considerados por la opinión pública como los etarras buenos. El crimen quedó impune, al igual que otros 325 de los 858 cometidos por el terrorismo vasco, y como esa rama de la banda se disolvió poco después ni siquiera fue investigado. Fernando solía decir que no podía perdonar porque nunca supo a quién debía hacerlo.

Aquel niño de diez años no pudo superar la orfandad familiar y moral vivió toda su vida trastornado, bajo el angustioso síndrome del hombre al que le falta algo. Le faltaban el padre, la verdad y la paz; le faltaba el consuelo y le faltaba una justicia que aplicase en su conciencia herida alguna suerte de bálsamo. Se sintió siempre un perdedor, un paria de la historia, un ser abandonado. A menudo trataba de esconder su tristeza en un hálito de ternura risueña que a veces le hacía parecer un gran niño simpático. Pero su drama interior le derrotaba una y otra vez con el oleaje de un tormento recurrente, doloroso, trágico. Hasta que esta semana se cansó de vivir, mortal y desoladoramente harto.

Ayer, cuando ETA se abría paso en los medios con su enésimo montaje de propaganda póstuma, con su obsceno trajín de negociadores, observadores e intermediarios, abrí una vez más el Mapa del Olvido, el testamento moral de Fernando. Un espacio digital (www.mapadelolvido.blogspot.com) donde, con ayuda de la tecnología fotográfica de Google, levantó una cartografía del horror que localizaba el escenario de cada atentado. Lo hizo lenta y minuciosamente, apoyado por otras víctimas, en un desafío de rebeldía contra la impunidad y contra la desmemoria, su forma francotiradora de luchar en silencio contra la melancolía del fracaso. Allí está la intrahistoria documental del holocausto vasco, clasificada por provincias, por días, por meses, por años. El verdadero relato que ya nadie quiere leer. Las actas del espanto.

No es difícil imaginar que, de haber vivido un par de días más, la pantomima del desarme le hubiese provocado un comentario entre escéptico y sarcástico. Altuna Urcelay nunca creyó en la paz porque él no la tuvo, pero jamás se hizo a sí mismo una concesión al odio ni al rencor; sólo le mortificaba el olvido, la sensación de pertenecer a un grupo humano preterido, incomprendido, abandonado. Se sentía un zombie empeñado en la verdad mientras los demás le veían como un tipo cenizo y amargo. 326 asesinatos sin resolver le cargaban la espalda del alma con el peso de una causa perdida que le impedía ser feliz como un extranjero en una sociedad donde –lo ha escrito Fernando Savater– la gente huye de las personas tristes como de los borrachos."

"Le faltó el padre, la verdad, la justicia y la paz; se sentía un perdedor, un paria de la Historia, un ser abandonado"