Palabras, palabras, que cual trenes me llevan a conocer nuevos paisajes

domingo, 28 de septiembre de 2014

El viaje (I)

Noche mágica de un niño, pues la magia nace de la luna, como cuando le llevó su madre a la capilla por pasillos desiertos para asistir a la Misa del Gallo o cuando contempló la ciudad desnuda y sola desde las ventanillas del coche mientras bajaba, también con su madre, a recoger en la estación a su hermano mayor que llegaba de madrugada. Los recuerdos despiertan... O cuando recorría de la mano de su abuelo, silenciosos ambos, la noche bilbáina por calles apenas iluminadas y aún con esqueletos que fueron casas, hijos de la guerra.

Pero la magia imborrable sería la del viaje. El expréss salía para Bilbao a las 02,50, aunque solo sobre el papel, que aún recuerda cuando lo hizo a las 09,00 y pasó la noche entre los andenes, la cantina, la sala de facturación y otras maravillas llenas de sorpresas de la estación de Campo Sepulcro. Luego, el departamento, de tejidos espesos, maderas oscuras, mesitas plegables y algún desconocido. Pero sobre todo, paisajes..., como también se llamaba la revista de la RENFE que miraba siempre en casa del abuelo.

Niño de nariz fundida con el cristal de la ventanilla, paladeando lugares mágicos que existían, aunque para él solo fuesen visiones que pasaban ante su mirada de ojos muy abiertos. Castejón, vías, humos, negrura y soledad; viuda de Solano, pastillas de café con leche, Logroño; .. Pero sobre todo, ¡Orduña!; allá arriba, la Virgen de la Antigua, abajo nosotros, pequeñitos dentro de un gusano metálico al que había que uncir otra máquina suplementaria, que si no, no subía y eso soltando carbonilla a chorros, que se metía en el ojo con gran facilidad y te hacia llorar.

Ya en Bilbao, en una calle muy corta, tras bajar las escaleras de Abando, parábamos siempre en La Concordia, café señorial donde los hubiese, de asientos tapizados en cuero rojo y camareros con delantal blanco hasta el tobillo. ¿Qué desea el señor?. Y el señor tenía unos 10 años, pero iba aprendiendo así a comportarse como tal. En aquel lugar comencé a saber lo que era almorzar un excelente filete Café de París, a conversar bajo, a  tratar con respeto, ... A todas esas costumbres tendentes a convivir sin molestar y que hoy una piara de zafios describen ignaros como de pijos.

Subiendo dichas escaleras se alcanzaba la entrada a la estación de Abando, de la RENFE, pero si nada más hacerlo viraba uno a la izquierda se dirigía a la estación de FEVE, paralela a la anterior y desde donde arrancaba a las 14,00 el tren para Santander. Y si ya desde Orduña mis ojos se iban llenando de montes y verde oscuro, la vía estrecha desde Bilbao a Santander transcurría por un canal vivo de verde claro, que se abría de golpe en ocasiones, tras alcanzar el Valle del Asón, a espacios donde la mirada podía perderse a lo lejos en busca de sueños. Bajábamos del tren en la pequeñísima estación de Cicero, donde tomábamos el autobús que llevaba a los viajeros al pueblo por la carretera de los puentes, ya que nuestra casa familiar está en lo que es en realidad una isla y se llega bien sobre las marismas bien sobre un estrecho arenal que más de una vez superó el Cantábrico.

En el pueblo mi vida era libertad. Despertaba a la mañana en un silencio roto por las ruedas del carro del lechero en el empedrado de la plaza donde se alzaba la casa y me llenaba el olor a pan tierno de tahona, recién horneado en Harino Panadera. Desayuno de pan cortado de bolla marinera tostado al fuego, que no había modernidades, untado con mantequilla hecha batiendo nata, que se conservaba entre hojas de helecho. Y luego, salía a la calle, que nunca acera, pues los vehículos que solía ver eran la tartana del alcalde, tirada por un borrico y con asiento de listones de madera de colores, y una rubia, que no era otra cosa que un coche no muy grande con una carrocería de dos volúmenes -lo que hoy llamamos familiar- en la que las puertas laterales y trasera eran de madera clara.

Pasaba los días con Nandín, marinero que ya no embarcaba y cuidaba en tierra los almacenes del armador -que eso era mi abuelo-, empleo conocido en la mar como el anciano. Pegado como una lapa, le veía calafatear los botes auxiliares que luego embarcarían para pescar parrocha durante la época de pesca a cebo vivo durante la costera de bonito, o llevar un arte en el carro al Muelle Viejo, que aún no existía el Nuevo. Cuando Nandín se alejó en la niebla, me heredó su sucesor, Agustín, a quien mis amigos y yo llamábamos señor Agustín; nos llevaba a las marismas en un bote a pescar a mano cámbaros cerberos, que en otras tierras sé ahora que llaman nécoras, y a llenar garrafas de agua dulce, clara y fresca de una fuente que manaba a la mar entre unas rocas.

Agustín, que semejaba ser escocés, de tez rubicunda y ojos azul claro, de piel curtida por el viento, cruzada por cuanta cicatriz puede tallar la vida y tostada por sol de invierno, no había tenido suerte en la vida. Llegó a ser patrón y luego a armar y arranchar su propio barco, pero roló su suerte y acabó de marinero en el rol de alguno de los Ríos de nuestra casa, pues todos los barcos de abuelo eran Río algo, desde que perdió el María Isabel con 16 tripulantes de los que nunca más se supo.

A la atardecida marchaba con el abuelo a La Costera, la emisora de la Cofradía instalada en La Venta, que no es más que lo que llaman en otros lugares Lonja. Allí entraba en el Pósito, el almacén general donde los barcos encontraban todo lo que necesitaban para arranchar durante las mareas -tiempo en que el barco se mantiene pescando en la mar-. Y desde allí viví una galerna de verdad y no esas mariconadas de los metereólogos de hoy, con todo el pueblo en la plaza, de pie y en silencio frente a Teléfonos, que en las casas no había. Salía una de las telefonistas a la acera y decía: El Santa Teresa de Jesús entró en Gijón; y veías como unas mujeres y unos niños se abrazaban. Mientras, el resto era silencio.

Una galerna.... Mar llana, en calma, rizada, marejadilla, marejada, fuerte marejada, gruesa, muy gruesa, arbolada y montañosa. Aquella hizo pasar la mar sobre Berría, llevándose casas y carretera. En casa retemblaban todas las ventanas, aun estando bien trancadas, el barómetro caído a tope, y durante las pleamares, lloviendo, la mar ocupaba el pueblo; en casa, entró en el portal y llegó al segundo escalón de la escalera. Montañosa..; son muros de agua de 20 metros de altura que vienen hacia uno... 20 metros.. Un edificio de unos 9 pisos... Se recuperó el casco de un barco; una ola había arrancado el puente, con quien estaba atado al gobernalle. La tripulación estaba en los relinchos -el área interior donde duermen-; habían clavado las entradas.

Dejémoslo atrás, que no lo olvidemos. Decía que tras La Costera acudía, acompañando a mi abuelo, a casa de mi tio, en cuya planta baja se abría desde un almacén de vinos hasta una pequeña fábrica de conservas, pasando por una sala donde daban meriendas previo encargo y una larga barra desde la que despachaban buen vino de Rioja, embutidos y latas de conservas. El local disponía de amplias mesas de pies de hierro y tablero de mármol, donde los marineros bebían chiquitos, acompañándose de una galleta maría, mientras alguno dibujaba a lápiz sobre el mármol cualquier pez, mostrando un dominio y una finura que convertían su obra en Arte.

Terminaba el día en la cocina, donde tras cenar mi abuelo fumaba un cigarrillo, convirtiendo aquello en un rito que yo contemplaba en silencio. Sacaba de un armario boquilla, tabaco, papel, encendedor y cenicero, montando despacio la fumada, que disfrutaba con gran calma mientras yo contemplaba sus ojos cerrados, su barbilla alzada y su gesto de placer. Luego, tras mirar la hora en el reloj Napoleón que presidía la pared, encendía la radio y seleccionaba el canal marítimo para oír las conversaciones de los barcos y enterarse de como iba la cosa.

Y a la cama, tras mis días de niño.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Soledad y Futuro

Normalmente comienzo mis artículos sobre Arte exponiendo algo sobre lo que voy a escribir para facilitar la comprensión de la imagen a la que dedico mis palabras. Pero se me va ocurriendo que en este caso no es lo adecuado y que alcanzaré mejor el objetivo que me propongo si se dan de bruces contra la obra sobre la que voy a pensar. Así que ......

La llegada
Cristóbal Toral 1975
Óleo sobre lienzo - 212 x 240 cm
Colección particular, París

Contemplen, sin prisa, dejen pasar tiempo, depositen la mirada sobre la imagen, no coarten sus sensaciones. Yo no tengo ni idea sobre Arte; simplemente soy un fisgón de primera clase. Me formé en las terrazas callejeras y en el mirador de mi casa, no dejando pasar postura, gesto, andanza, ajenos que pudieran causarme cualquier sensación; y luego, además, mi imaginación recreaba vida partiendo de lo contemplado, de modo que mi soledad se llenaba de formas y colores; y muchas veces de lágrimas.

La pintura de Toral es formalmente realista, adjetivada como mágica por la crítica, pero este ignorante la percibe en el fondo como simbólica -muy actual, pero simbólica-, representando objetos y personas de tal modo que compongan en los sentidos del espectador el símbolo de un sentimiento vital; por ejemplo, si necesita acentuar la soledad de un personaje, no duda en situarlo en una estación cualquiera ante cientos de maletas. Vemos formalmente algo, símbolo de lo que el artista quiere hablarnos en el fondo. Quizás mantiene por eso que "el debate entre abstractos y realistas no ha sido en realidad más que un debate entre dos realismos diferentes".

Pero dejémonos de teorías y volvamos a contemplar esa Consigna de mis años infantiles, sala de cualquier estación donde se facturaban las maletas y se recogían al final del trayecto. En realidad, lo que vemos es un paisaje; piensen un poquito.. Un paisaje ofrece a nuestros ojos un espacio cercano, donde se sitúa el espectador y desde donde contempla habitualmente la Naturaleza, sea rústica, marina o urbana (lo hace el Catastro, no lo duden); dicho espacio suele disponerse según uno o varios límites, que denominamos horizontes.

Imaginen un paisaje costero, donde solo se vea la tierra y más allá el mar, ocupando ambos todo el ancho de la superficie pictórica. Si la tierra ocupa solo un área pequeña de la parte inferior de la pintura y el mar llena el resto del cuadro -cierren los ojos y vean-, tendremos una gran sensación de profundidad; mientras que si casi todo el cuadro muestra la tierra y solo aparece una franja de agua en lo más alto de la obra, la sensación es más cercana. Vamos, que si miramos lejos, al cielo, vemos cielo y poca tierra, y si miramos cerca, al suelo, dejamos de ver las nubes.

¡Pues hala, al cuadro!. ¿Dónde se sitúa el primer horizonte, el más cercano a nuestra mirada?. Justo delante de los pies de la mujer, formado por la primera línea de maletas. Reparen en que podemos ver un trozo pequeño del suelo -negro o muy oscuro-, mientras que las maletas se extienden desde él hasta lo más profundo del cuadro, que parece no tener fin. No hay duda de que el artista busca reforzar, magnificar, el efecto visual de tanto equipaje, pues no se aprecia donde terminan, difuminándose el fondo de la sala, como sucede cuando miramos aquello tan lejano...

Así que un paisaje, dos espacios: uno, poco suelo a la vista de una sala y otro, enorme en proporción al primero, ocupado totalmente por las maletas. En el primero una mujer, que nos da la espalda, lo que nos impide ver su rostro y, en consecuencia, quita importancia a su personalidad, a su edad, a su arreglo, ..; a quien sea, en suma. Es cualquier mujer, sin más, una persona.

Sigamos. Pasemos al cromatismo. Inmediatamente atrae nuestra atención la claridad y blancura del vestido de la mujer. No lleva nada encima, nada la protege. De modo que dicho vestido actúa como un imán, atrayéndonos, dejando claro que lo que importa sucede allí, en el interior de la mujer -pues casi nada sabemos de su exterior-, donde el autor quiere llevarnos. Y diría más, ese interior es puro, pues la viste como un hada, con un leve manto, que de poco protege. Aparte de lo dicho, unas pocas maletas claras, dos paquetes abiertos y el envoltorio de una barra de pan, el conjunto tiende a la oscuridad, a la negrura. No es un ambiente alegre u optimista. Se mascan los problemas, la falta de esperanza.

De niño me decían: Vete despacio; primero lee el enunciado, entiende lo que te preguntan y solo entonces ponte a resolver el problema (mejor no sigo contándoselo, que no me fue bien). Pero ahora creo que estamos en condiciones de entender el enunciado, es decir "La llegada". El cuadro es un paisaje, un paisaje de nuestra vida. Como le oí a don Julián Marías, solo podemos estar seguros de dos cosas: de que hemos nacido y de que algún día moriremos. Buscamos desesperadamente seguridades y nunca las tendremos (a pesar del poder que la inmensa mayoría le suponía, la sorpresa que se han llevado don Emilio Botín hace pocos días y don Isidoro Álvarez ahora mismo, ha tenido que ser mayúscula). Por otro lado, basamos nuestro conocimiento en lo que ya se sabe, es decir en lo vivido, cuando lo que de verdad tiene que interesarnos es lo por vivir, que nos es totalmente desconocido. Así nos va...

La mujer que viaja en el tren de la Vida tiene inexcusablemente que escoger una maleta que le permita disponer de lo necesario en cada momento. ¿Pero cual es el trayecto?, ¿cuanto durará el viaje?, ¿qué tiempo vivirá?, ¿qué necesidades tendrá?, ¿a qué podrá asistir con lo que lleve?,... Contempla las maletas sin saber por cual optar. Muchas son tétricas, algunas nos ofrecen algo de color, solo unas pocas son decididamente claras. Dispone de poco. Su vestuario es escaso y salir adelante materialmente requiere mucha suerte, preparación y esforzarse durante años. No lo va a tener fácil, como nos sucede a todos. Por eso solo una bolsa sustenta el pan. Abruma su situación, su soledad.

No tiene a nadie a quien acudir para que la ayude. Está sola. Lo tiene, lo tenemos, muy difícil. Pero no hay otra, no es posible renunciar. Renunciar tendría sentido si supiésemos con certeza que sucederá mañana. Pero lo desconocemos, siempre lo ignoraremos. Así que en algún momento tendrá que elegir; con todas sus dudas, en soledad, pues solo cada uno de nosotros puede vivir nuestra vida y nadie puede hacerlo por nosotros, decidirá tomar una maleta y viajar con ella.......


viernes, 12 de septiembre de 2014

Equilibrio

No soy, ni seré nunca, un seguidor al uso del arte. Me resultan indiferentes exposiciones, críticas, mercado, tendencias,...; pero reparen en esas dos palabras: al uso. Para mí el Arte es algo que sale a tu encuentro en ciertos momentos, te golpea a través de los sentidos y llega a lo más hondo del espíritu. No es un objeto de consumo, como lo catan toda esa serie esperpéntica de seres que se creen cultivados, que recorren como zombies cuanta exposición muestra publicidad, pues degluten obras que piden a gritos muchísimo tiempo de contemplación mediante miradas de minutos.

Y eso me acaba de suceder cuando he abierto este artículo, sin otro texto que sus títulos, en la edición digital de ayer de El País. He titulado esta entrada de mi blog "Equilibrio", pues todas y cada una de las fotografías de esta serie de Pieter Hugo, que, además de alcanzar a quien las contempla, ponen ante la mirada composiciones llenas de equilibrio; desde la primera, un rostro, donde nos abducen sus ojos y se contraponen los rasgos físicos de la raza negra con el tono albino de la piel, hasta la última, donde el contraste de tonalidad es absoluto y quien no suele tener poder, un negro, lo ostenta plenamente. No se contenten con las imágenes que muestro, pues mi intención es solo regalarlas en una frase, sino que abran aquel enlace del periódico y disfruten....

Fuego, agua y Hombre

Negro, rojo, horizontal y vertical

Contraste cromático, mírame como te miro

Naturaleza ubérrima, hombre pobre

¿Negro, blanco?

lunes, 1 de septiembre de 2014

Los años..

Salió a charlar con las estrellas. Alzó la mirada. No encontró ninguna. Se quedó en silencio. Poco a poco comprendió. Ellas le hablaban sin palabras. Su ausencia le susurraba que él ya conocía las respuestas que buscó durante tanto tiempo.

Ahora debía caminar solo.