¡Cuánto daño nos ha hecho a veces la educación basada en valores heredados, que han obligado a asumir roles que no siempre son los nuestros! Aquellos hombres de antes debían de ser viriles y aquellas mujeres de entonces debían de ser delicadamente femeninas, aunque no excesivamente sensuales.
Los primeros debieron alejarse forzosamente de la madre, y en realidad de todo su lado femenino, con lo que engulleron sus lágrimas y se enfrentaron a la vida. Muchas veces con éxito. Incluso alcanzaron su porción de poder y fueron capaces de lograr una cómoda posición social. Pero para ser tan fuertes como la vida les exigía, debieron alejar tanto de sí cualquier vestigio de sentimentalismo que al final se convirtieron en dura roca, o en frío hielo. Pura lógica, puro análisis. En muchos casos la inteligencia fue su mejor arma. La usaron tanto que se encontraron condenadamente solos. Al final olvidaron la palabra, la verdadera palabra, esa que brota de las entrañas. Los hombres piensan –pensaron-, las mujeres sólo sienten. “Si soy hombre no debo, no puedo, sentir”, se repitieron tenazmente cada minuto.
Lo malo es que sentían y mucho, con fuerza, con pasión. Se enamoraron, se enamoraron de lo que no tenían, de la mujer. La pusieron en un altar para los dioses: ¡era tan hermosa, tan dulce y delicada! Él la cuidaría siempre, la protegería con su fuerza. ¡Necesitaba el calor del abrazo femenino tanto como el aire que respiraba! O más.
Fue hermoso, pero la vida les fue demostrando que a su lado tenía una compañera, una mujer que también era inteligente y hasta acertaba muchas veces utilizando caminos intrincados. “Intuitivos”, dicen ellas. Pero algo faltaba. Cuando la vorágine de la vida les permitió ralentizar el paso, empezaron de nuevo a mirar su corazón, como solían en aquella lejana adolescencia. Y se sintieron vacíos. Tan vacíos que cuando quisieron llorar se dieron cuenta de que las lágrimas se les habían secado. Pero alguno, más osado, se atrevió a iniciar un camino peligroso, un camino difícil, pero muchas veces placentero. Golpeó su corazón, quiso sentir, aunque fuera sufriendo. Y cuando se dio cuenta de que la vida le estaba regalando la oportunidad de volver a construirse, no dejó que pasara de largo. Se armó con un pantalón corto y con un puñado de imaginarias hojas en blanco e inició el viaje, un viaje paralelo. Poco a poco fue descubriendo lo que su corazón le había ocultado: su lado femenino. El hielo se fue fundiendo. ¡Iba a poder disfrutar por fin! Cada uno de los ladrillos que había ido desmontando, iba a recobrar su lugar natural. Y seguía conservando la viril fuerza, el apasionamiento vital de su carácter. Se había ido convirtiendo en hombre sabio; sabía hablar, pero también sabía escuchar. Fino mármol: piedra sólida en la que muchos se refugian en las tempestades, pero también capacidad para moldearse, para alcanzar la forma deseada. ¡Al final el camino convergía! Un nuevo edificio, nuevos engranajes que lograrían el aspecto de un ser hermoso, redondo, completo.
Las segundas también se esforzaron dócilmente en contrariar su naturaleza. Obedecieron, obedecieron por encima de todo, de sus propias inclinaciones y deseos. Incluso aprendieron el recato, aunque fueran tan vitales y de naturaleza desbordante. Se sentían a menudo culpables cuando sus ansias de vivir les impulsaban por caminos poco recomendables. Algunas decidieron vivir su femineidad a su manera. Pero casi siempre se enamoraron de hombres que las cuidaron. Pero también descubrieron que eran inteligentes y tenían afán por conocer. Desarrollaron sus propias facultades, aprendieron por caminos circulares, y vivieron. Hasta comprendieron que tenían capacidad para controlar a los hombres. Sí, ese ser tan dulce y delicado puede controlar a los hombres. Después encontraron en la maternidad la fuerza de la naturaleza: se hicieron fuertes. Fueron madres fuertes que lucharon con uñas y dientes por lo más importante: sus hijos.
Lo malo fue que con la edad un día creyeron que perdían la belleza y con ella su fuerza. Además sus hijos crecieron: habían sido fuertes porque otros necesitaban su fuerza, pero se sintieron débiles y desvalidas cuando sus hijos no las necesitaron. Tenían que aprender a vivir de nuevo, a estar orgullosas y satisfechas. Algunas se sintieron fracasadas, pues sólo habían sido madres. Cayeron víctimas del cuento de que la maternidad era cosa de poca importancia.
Pero cuando consiguieron recobrarse decidieron que había llegado su hora y que iban a coger la vida por los cuernos, decidieron que iban a lidiarla con bravura. Debían pensar de nuevo, debían encontrar el otro lado de su naturaleza que tanto habían ocultado y debían mostrarse, así, serenamente, generosamente con el mundo. A partir de entonces rieron a carcajadas: eran tan fuertes que ya nada les hería. Pero no porque su coraza fuera la más poderosa, sino porque eran tan flexibles que ya nada podía traspasarlas. Descubrieron su belleza, también redonda y acabada. Aprendieron a ser felices y nos hicieron la vida mucho más agradable.
Dicho todo lo anterior, creo que también hay buenos valores heredados en los que se debe de seguir educando, pero siempre que sean valores esenciales, adaptados a nuestros días, que no distingan de sexos, pero que no castren a ninguno. Y que busquen tanto la fortaleza del carácter para afrontar la vida como la fina sensibilidad para disfrutarla.
Los primeros debieron alejarse forzosamente de la madre, y en realidad de todo su lado femenino, con lo que engulleron sus lágrimas y se enfrentaron a la vida. Muchas veces con éxito. Incluso alcanzaron su porción de poder y fueron capaces de lograr una cómoda posición social. Pero para ser tan fuertes como la vida les exigía, debieron alejar tanto de sí cualquier vestigio de sentimentalismo que al final se convirtieron en dura roca, o en frío hielo. Pura lógica, puro análisis. En muchos casos la inteligencia fue su mejor arma. La usaron tanto que se encontraron condenadamente solos. Al final olvidaron la palabra, la verdadera palabra, esa que brota de las entrañas. Los hombres piensan –pensaron-, las mujeres sólo sienten. “Si soy hombre no debo, no puedo, sentir”, se repitieron tenazmente cada minuto.
Lo malo es que sentían y mucho, con fuerza, con pasión. Se enamoraron, se enamoraron de lo que no tenían, de la mujer. La pusieron en un altar para los dioses: ¡era tan hermosa, tan dulce y delicada! Él la cuidaría siempre, la protegería con su fuerza. ¡Necesitaba el calor del abrazo femenino tanto como el aire que respiraba! O más.
Fue hermoso, pero la vida les fue demostrando que a su lado tenía una compañera, una mujer que también era inteligente y hasta acertaba muchas veces utilizando caminos intrincados. “Intuitivos”, dicen ellas. Pero algo faltaba. Cuando la vorágine de la vida les permitió ralentizar el paso, empezaron de nuevo a mirar su corazón, como solían en aquella lejana adolescencia. Y se sintieron vacíos. Tan vacíos que cuando quisieron llorar se dieron cuenta de que las lágrimas se les habían secado. Pero alguno, más osado, se atrevió a iniciar un camino peligroso, un camino difícil, pero muchas veces placentero. Golpeó su corazón, quiso sentir, aunque fuera sufriendo. Y cuando se dio cuenta de que la vida le estaba regalando la oportunidad de volver a construirse, no dejó que pasara de largo. Se armó con un pantalón corto y con un puñado de imaginarias hojas en blanco e inició el viaje, un viaje paralelo. Poco a poco fue descubriendo lo que su corazón le había ocultado: su lado femenino. El hielo se fue fundiendo. ¡Iba a poder disfrutar por fin! Cada uno de los ladrillos que había ido desmontando, iba a recobrar su lugar natural. Y seguía conservando la viril fuerza, el apasionamiento vital de su carácter. Se había ido convirtiendo en hombre sabio; sabía hablar, pero también sabía escuchar. Fino mármol: piedra sólida en la que muchos se refugian en las tempestades, pero también capacidad para moldearse, para alcanzar la forma deseada. ¡Al final el camino convergía! Un nuevo edificio, nuevos engranajes que lograrían el aspecto de un ser hermoso, redondo, completo.
Las segundas también se esforzaron dócilmente en contrariar su naturaleza. Obedecieron, obedecieron por encima de todo, de sus propias inclinaciones y deseos. Incluso aprendieron el recato, aunque fueran tan vitales y de naturaleza desbordante. Se sentían a menudo culpables cuando sus ansias de vivir les impulsaban por caminos poco recomendables. Algunas decidieron vivir su femineidad a su manera. Pero casi siempre se enamoraron de hombres que las cuidaron. Pero también descubrieron que eran inteligentes y tenían afán por conocer. Desarrollaron sus propias facultades, aprendieron por caminos circulares, y vivieron. Hasta comprendieron que tenían capacidad para controlar a los hombres. Sí, ese ser tan dulce y delicado puede controlar a los hombres. Después encontraron en la maternidad la fuerza de la naturaleza: se hicieron fuertes. Fueron madres fuertes que lucharon con uñas y dientes por lo más importante: sus hijos.
Lo malo fue que con la edad un día creyeron que perdían la belleza y con ella su fuerza. Además sus hijos crecieron: habían sido fuertes porque otros necesitaban su fuerza, pero se sintieron débiles y desvalidas cuando sus hijos no las necesitaron. Tenían que aprender a vivir de nuevo, a estar orgullosas y satisfechas. Algunas se sintieron fracasadas, pues sólo habían sido madres. Cayeron víctimas del cuento de que la maternidad era cosa de poca importancia.
Pero cuando consiguieron recobrarse decidieron que había llegado su hora y que iban a coger la vida por los cuernos, decidieron que iban a lidiarla con bravura. Debían pensar de nuevo, debían encontrar el otro lado de su naturaleza que tanto habían ocultado y debían mostrarse, así, serenamente, generosamente con el mundo. A partir de entonces rieron a carcajadas: eran tan fuertes que ya nada les hería. Pero no porque su coraza fuera la más poderosa, sino porque eran tan flexibles que ya nada podía traspasarlas. Descubrieron su belleza, también redonda y acabada. Aprendieron a ser felices y nos hicieron la vida mucho más agradable.
Dicho todo lo anterior, creo que también hay buenos valores heredados en los que se debe de seguir educando, pero siempre que sean valores esenciales, adaptados a nuestros días, que no distingan de sexos, pero que no castren a ninguno. Y que busquen tanto la fortaleza del carácter para afrontar la vida como la fina sensibilidad para disfrutarla.