Es un piso patera. Frente al mío, al otro lado de la calle. Por él han desfilado razas, naciones, vidas, personas al fin y al cabo. Desde mis ventanas domino con la mirada dos de sus habitaciones; a una de ellas se accede a través de la otra, por lo que los ocupantes de ambas tienen su existencia condicionada mutuamente.
En una, la que tiene ventana, vive desde hace unos dos años un anciano. Extremadamente flaco, de tal modo que sus costillas parecen salir en busca de su nuez, que quiere escapar hambrienta de su cuello. En estas noches en que el calor apresa cuerpos y mentes, se asoma a la ventana sin vestir otra ropa que unos calzoncillos vetustos, tan arrugados como la piel de su frente.
Contempla la noche, la cabeza gacha, la memoria solo Dios sabe donde. De rato en rato pasan grupos de gente joven, que hablan en voz bien alta para oírse y reducir así sus dudas sobre si existen. El anciano saca entonces fuerzas de flaqueza y grita con voz débil: "¡Cabrones, joputas, si bajo..!"; antes le respondían, ahora la mayoría solo se ríe.
Luego se retira despacio a su cueva. Y pasa la noche mirando al suelo, sentado en un sillón, hecho a la medida de sus esperanzas gastadas, mientras la televisión vomita anuncios, imágenes que nada dicen, anuncios, películas de cultura extraña, anuncios...
En la otra habitación, tras dos mujeres eslavas dueñas de sus tangas, acaba de entrar a vivir una familia. El hombre, grande; la mujer, delgada peliteñida de platino; la niña, menuda sonrisa morena que no cumplió aún diez años.
La mujer baña por la noche el cuerpo flaco de la niña en un barreño de plástico azul que coloca en el poco espacio que queda entre las camas. La niña ríe. Mientras, el hombre, a quien le oí decir cuando hablaba por el móvil que le habían quitado el piso, se sienta en una silla de formica que hay en el balcón; se recoge físicamente sobre si mismo, apoya la cabeza entre las manos y se pierde..
Madrugada. Me levanto a beber agua. El anciano sigue con la luz a todo trapo, la televisión por toda compañera, mirando un suelo que no ve. La mujer y la niña duermen en la habitación. El hombre, echado en el suelo del balcón cuan largo es, revuelve sueños que nadie sabe.
En una, la que tiene ventana, vive desde hace unos dos años un anciano. Extremadamente flaco, de tal modo que sus costillas parecen salir en busca de su nuez, que quiere escapar hambrienta de su cuello. En estas noches en que el calor apresa cuerpos y mentes, se asoma a la ventana sin vestir otra ropa que unos calzoncillos vetustos, tan arrugados como la piel de su frente.
Contempla la noche, la cabeza gacha, la memoria solo Dios sabe donde. De rato en rato pasan grupos de gente joven, que hablan en voz bien alta para oírse y reducir así sus dudas sobre si existen. El anciano saca entonces fuerzas de flaqueza y grita con voz débil: "¡Cabrones, joputas, si bajo..!"; antes le respondían, ahora la mayoría solo se ríe.
Luego se retira despacio a su cueva. Y pasa la noche mirando al suelo, sentado en un sillón, hecho a la medida de sus esperanzas gastadas, mientras la televisión vomita anuncios, imágenes que nada dicen, anuncios, películas de cultura extraña, anuncios...
En la otra habitación, tras dos mujeres eslavas dueñas de sus tangas, acaba de entrar a vivir una familia. El hombre, grande; la mujer, delgada peliteñida de platino; la niña, menuda sonrisa morena que no cumplió aún diez años.
La mujer baña por la noche el cuerpo flaco de la niña en un barreño de plástico azul que coloca en el poco espacio que queda entre las camas. La niña ríe. Mientras, el hombre, a quien le oí decir cuando hablaba por el móvil que le habían quitado el piso, se sienta en una silla de formica que hay en el balcón; se recoge físicamente sobre si mismo, apoya la cabeza entre las manos y se pierde..
Madrugada. Me levanto a beber agua. El anciano sigue con la luz a todo trapo, la televisión por toda compañera, mirando un suelo que no ve. La mujer y la niña duermen en la habitación. El hombre, echado en el suelo del balcón cuan largo es, revuelve sueños que nadie sabe.