Escribe Ignacio Camacho en su columna de ABC de hoy 17 de marzo de 2017:
"En una tumba del cementerio de Vitoria, una mujer ha dejado una corona cuya leyenda dice «L’Chaim»: un brindis por la vida en hebreo. El hombre que ya no podrá leerla se llamaba Fernando Altuna Urcelay y era hijo de una víctima de ETA. A su padre lo asesinaron en 1980 los polimilis, considerados por la opinión pública como los etarras buenos. El crimen quedó impune, al igual que otros 325 de los 858 cometidos por el terrorismo vasco, y como esa rama de la banda se disolvió poco después ni siquiera fue investigado. Fernando solía decir que no podía perdonar porque nunca supo a quién debía hacerlo.
Aquel niño de diez años no pudo superar la orfandad familiar y moral vivió toda su vida trastornado, bajo el angustioso síndrome del hombre al que le falta algo. Le faltaban el padre, la verdad y la paz; le faltaba el consuelo y le faltaba una justicia que aplicase en su conciencia herida alguna suerte de bálsamo. Se sintió siempre un perdedor, un paria de la historia, un ser abandonado. A menudo trataba de esconder su tristeza en un hálito de ternura risueña que a veces le hacía parecer un gran niño simpático. Pero su drama interior le derrotaba una y otra vez con el oleaje de un tormento recurrente, doloroso, trágico. Hasta que esta semana se cansó de vivir, mortal y desoladoramente harto.
Ayer, cuando ETA se abría paso en los medios con su enésimo montaje de propaganda póstuma, con su obsceno trajín de negociadores, observadores e intermediarios, abrí una vez más el Mapa del Olvido, el testamento moral de Fernando. Un espacio digital (www.mapadelolvido.blogspot.com) donde, con ayuda de la tecnología fotográfica de Google, levantó una cartografía del horror que localizaba el escenario de cada atentado. Lo hizo lenta y minuciosamente, apoyado por otras víctimas, en un desafío de rebeldía contra la impunidad y contra la desmemoria, su forma francotiradora de luchar en silencio contra la melancolía del fracaso. Allí está la intrahistoria documental del holocausto vasco, clasificada por provincias, por días, por meses, por años. El verdadero relato que ya nadie quiere leer. Las actas del espanto.
No es difícil imaginar que, de haber vivido un par de días más, la pantomima del desarme le hubiese provocado un comentario entre escéptico y sarcástico. Altuna Urcelay nunca creyó en la paz porque él no la tuvo, pero jamás se hizo a sí mismo una concesión al odio ni al rencor; sólo le mortificaba el olvido, la sensación de pertenecer a un grupo humano preterido, incomprendido, abandonado. Se sentía un zombie empeñado en la verdad mientras los demás le veían como un tipo cenizo y amargo. 326 asesinatos sin resolver le cargaban la espalda del alma con el peso de una causa perdida que le impedía ser feliz como un extranjero en una sociedad donde –lo ha escrito Fernando Savater– la gente huye de las personas tristes como de los borrachos."
"Le faltó el padre, la verdad, la justicia y la paz; se sentía un perdedor, un paria de la Historia, un ser abandonado"
"En una tumba del cementerio de Vitoria, una mujer ha dejado una corona cuya leyenda dice «L’Chaim»: un brindis por la vida en hebreo. El hombre que ya no podrá leerla se llamaba Fernando Altuna Urcelay y era hijo de una víctima de ETA. A su padre lo asesinaron en 1980 los polimilis, considerados por la opinión pública como los etarras buenos. El crimen quedó impune, al igual que otros 325 de los 858 cometidos por el terrorismo vasco, y como esa rama de la banda se disolvió poco después ni siquiera fue investigado. Fernando solía decir que no podía perdonar porque nunca supo a quién debía hacerlo.
Aquel niño de diez años no pudo superar la orfandad familiar y moral vivió toda su vida trastornado, bajo el angustioso síndrome del hombre al que le falta algo. Le faltaban el padre, la verdad y la paz; le faltaba el consuelo y le faltaba una justicia que aplicase en su conciencia herida alguna suerte de bálsamo. Se sintió siempre un perdedor, un paria de la historia, un ser abandonado. A menudo trataba de esconder su tristeza en un hálito de ternura risueña que a veces le hacía parecer un gran niño simpático. Pero su drama interior le derrotaba una y otra vez con el oleaje de un tormento recurrente, doloroso, trágico. Hasta que esta semana se cansó de vivir, mortal y desoladoramente harto.
Ayer, cuando ETA se abría paso en los medios con su enésimo montaje de propaganda póstuma, con su obsceno trajín de negociadores, observadores e intermediarios, abrí una vez más el Mapa del Olvido, el testamento moral de Fernando. Un espacio digital (www.mapadelolvido.blogspot.com) donde, con ayuda de la tecnología fotográfica de Google, levantó una cartografía del horror que localizaba el escenario de cada atentado. Lo hizo lenta y minuciosamente, apoyado por otras víctimas, en un desafío de rebeldía contra la impunidad y contra la desmemoria, su forma francotiradora de luchar en silencio contra la melancolía del fracaso. Allí está la intrahistoria documental del holocausto vasco, clasificada por provincias, por días, por meses, por años. El verdadero relato que ya nadie quiere leer. Las actas del espanto.
No es difícil imaginar que, de haber vivido un par de días más, la pantomima del desarme le hubiese provocado un comentario entre escéptico y sarcástico. Altuna Urcelay nunca creyó en la paz porque él no la tuvo, pero jamás se hizo a sí mismo una concesión al odio ni al rencor; sólo le mortificaba el olvido, la sensación de pertenecer a un grupo humano preterido, incomprendido, abandonado. Se sentía un zombie empeñado en la verdad mientras los demás le veían como un tipo cenizo y amargo. 326 asesinatos sin resolver le cargaban la espalda del alma con el peso de una causa perdida que le impedía ser feliz como un extranjero en una sociedad donde –lo ha escrito Fernando Savater– la gente huye de las personas tristes como de los borrachos."
"Le faltó el padre, la verdad, la justicia y la paz; se sentía un perdedor, un paria de la Historia, un ser abandonado"
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