Palabras, palabras, que cual trenes me llevan a conocer nuevos paisajes

lunes, 23 de diciembre de 2019

La residencia

No puedo. No creo que sea posible. Para escribir decentemente se requiere trasladar a palabras lo inmaterial de la escena que se pinta con la pluma. En este caso soy incapaz de hacerlo. Y es más, creo que nadie puede; el espiritu estará ausente. 

Recuerdo el gallinero de la huerta de mi abuelo Gabriel cuando entrabas tras el ocaso; veías unos palos de pared a pared situados a diferentes alturas, de manera que el más bajo era el más alejado de la pared y el más alto el más próximo a esta, en los que se arremolinaban las gallinas dormidas. Pues sucede lo mismo; se acumulan sillones a lo largo de las paredes en los que están sentados hombres y mujeres. 

Todos parecen iguales; su piel es pálida, tendente en muchos casos a transparente; sus ropas, desecho muerto de algún baúl; sus miradas, fijas, perdidas. Se mantienen en silencio, nadie habla, ninguno reconoce presencia alguna a su lado. Los visitantes, bastantes, pues es tiempo de Navidad y transcurre la hora diaria de visita antes de la cena de las 19:00. Entran a paso de carga, raudos, que bien sabe el combatiente que la única manera de ir al sacrificio es al trote, pues a paso lento solo marchan los piquetes de honor que acompañan al Nazareno, muerto, tras el Descendimiento. Lo que se hace despacio permite pensar y aquí los visitantes vienen a cumplir. Sería suicida pensar; en los cementerios no se piensa, pues adivinar el futuro que nos aguarda es terrorífico. 

Cuando te acercas tienes que atravesar el muro de su mirada. Existe aunque no lo veas, porque es etéreo. La mirada es fija, carente de toda esperanza; mirada que solo ví hace años en los presos, aunque la de estos estaba viva, pues se alimentaba del odio y la rabia. Nadie sabe que decir. Chorradas. "La veo mejor", "nos ha conocido". Mentira. Están sedados, cual creían estarlo los chorchis en el cuartel; esto fue siempre mentira, pero lo primero es cierto, que el médico corre por cuenta de los familiares. 

"Llevémosla a la capilla, a que rece"; ¿a quién, al Dios que permite que sufra tanta soledad, al que ignora la esperanza?. Muy difícil. Los abuelos obedecen cual corderos al mastín. Se levantan y encorvados gastan sus mínimas fuerzas en arrastrar los pies durante unos metros. "Esto no lo hacia la última vez"; ¡un gran éxito!. Musita algo; hay que pegar la oreja a su boca para escuchar. "¿Hasta cuando?"; quien haya estado herido tiene miedo, mucho, muchísimo miedo, y sabe que la sonrisa, la amabilidad, la compañía de unos minutos, desaparecen como el humo. Sólo la soledad está siempre presente, heladora. 

Al cabo todos están sentados alrededor del mayor. Este mira al infinito. Musita algo que nadie oye. Rostro impenetrable del abandono. Los familiares miran al techo, al suelo, a no sé quien que pasa. Alguno pregunta ¿nos vamos ya?. Huir, huir, eso es lo que hacemos siempre cuando se nos pide el sacrificio. Solo el amor se entrega y aguanta lo que toca. "No tengo dinero". "No tengo móvil". Claro, se lo quitaron los hijos; es sensato, allí no los necesita. Pero eso son rejas de cárcel, de una prisión extrema que consiste en aislar del mundo vivo.

Su posesión es un cojín que apresan sus manos nervudas; la costura de uno de sus lados está descosida, más bien arrancada, y el relleno al aire. Tras mucho rato descubro que guarda allí un trozo de papel cualquiera, un pañuelo sucio, una .. Es su bolso, lo único que tiene y la acompaña siempre. Mi cuñada me dice que ha hecho bien en ir. "Es caridad". ¡Maldita palabra, que acalla la conciencia y ayuda al egoísmo!.

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Soy soberbio. Sí. Mandar lo exige. Imponer a otros lo que deben hacer, hasta sacrificar incluso la vida, impone a quien manda el convencimiento de que sus órdenes son naturales. Esto ha tenido tanta fuerza que impregna la vida del viejo mando. Y el hijo de la soberbia es el desprecio. Sólo yo actúo como merece.... 

Al ir a pagar la compra de la cena de Nochebuena en la tienda, me precede una vieja. Menuda, pequeña. Cuando saca su compra para que la cajera haga la cuenta veo lo que ha adquirido. Me percato de verdad de la persona que tengo delante. Deja sus pocas perras; y se lleva una bandejita con unas alas de pollo.... Pues ahora, al dejar de escribir, tengo húmedos los ojos

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