Una calle entre avenidas, no muy ancha, como hay muchas. Dos pisos, uno frente al otro, áticos de sus casas; mi ventana cara a dos del de enfrente. Mi vivienda, acomodada; la otra, refugio de fracasos. Ante mí, dos habitaciones de un piso grande. Alquilan los huecos de uno en uno; en ellos viven gentes que se desconocen, de toda raza y condición.
Dos habitaciones. Contemplan mis ojos, casi escuchan mis oídos. En la de mi derecha, un anciano que haría obeso a don Quijote. Su hogar, la habitación y sus muebles, un televisor, un catre y un sillón. Sale de vez en cuando; regresa con una bolsa donde cabe la comida de un jilguero. Su vida, la noche entera clavada la mirada en una tele que no ve, mientras mantiene encendida la luz para que no le ahoguen las sombras; los sábados se asoma cuando pasan unos jóvenes hablando alto.. ¡Cabrones, hijos de puta!, musita en voz alta que nadie oye.
En la otra, ahora -que por ambas desfiló un ejército de sombras-, una pareja madura. Aunque nadie sabe, que arrugas desfondadas, desarreglo y pobreza no tienen años. Ella, canosa, gordita, con gafas, sin arreglo, desapareció hace dos días. Él, amable, tranquilo, se asomaba a ver pasar la gente.
Escuché las sirenas, destelleaban los prioritarios.. ¡Es aquí, es aquí!, oí que decía el anciano. Cuando quise pensar había cinco sanitarios en la habitación del hombre al que no acompañaba nadie. "Médico", se leía en los chalecos azules; resaltaban sus camisas naranjas. Silencio. Desde mi ventana contemplaba unas piernas blancas, cruzadas, tiesas. Abrieron cajas, desplegaron equipos, colgaron goteros... Silencio, se trabaja más allá de lo que se puede. La apuesta es la vida.
Dos habitaciones. Contemplan mis ojos, casi escuchan mis oídos. En la de mi derecha, un anciano que haría obeso a don Quijote. Su hogar, la habitación y sus muebles, un televisor, un catre y un sillón. Sale de vez en cuando; regresa con una bolsa donde cabe la comida de un jilguero. Su vida, la noche entera clavada la mirada en una tele que no ve, mientras mantiene encendida la luz para que no le ahoguen las sombras; los sábados se asoma cuando pasan unos jóvenes hablando alto.. ¡Cabrones, hijos de puta!, musita en voz alta que nadie oye.
En la otra, ahora -que por ambas desfiló un ejército de sombras-, una pareja madura. Aunque nadie sabe, que arrugas desfondadas, desarreglo y pobreza no tienen años. Ella, canosa, gordita, con gafas, sin arreglo, desapareció hace dos días. Él, amable, tranquilo, se asomaba a ver pasar la gente.
Escuché las sirenas, destelleaban los prioritarios.. ¡Es aquí, es aquí!, oí que decía el anciano. Cuando quise pensar había cinco sanitarios en la habitación del hombre al que no acompañaba nadie. "Médico", se leía en los chalecos azules; resaltaban sus camisas naranjas. Silencio. Desde mi ventana contemplaba unas piernas blancas, cruzadas, tiesas. Abrieron cajas, desplegaron equipos, colgaron goteros... Silencio, se trabaja más allá de lo que se puede. La apuesta es la vida.
Una hora duró el silencio. Me retiré mucho antes. Realidad, tristeza..
2 comentarios:
Qué difícil entender el sentimiento de lo irreparable. Un espacio, un centro, una mirada atenta y ese ruido frío, deslocalizado e inquietante que se abre paso…que sonoriza la muerte.
Y las palabras se hacen silencio en el mismo lugar que la mirada porque el oído no tiene párpados pero se acostumbra… y acaba por no escuchar.
- No hay que hacer nada. Sientes y la escritura sale- decía mientras recordaba cómo cada palabra había ido saliendo a borbotones, con el ritmo rápido y agudo de lo que duele.
-Sí- responde ella enseguida- Ya lo sé, pero no todos tiene el poder de sentir en su piel lo que le muestra su mirada y muy pocos saben unir las palabras con la secuencia de la pincelada suelta, aquí y allá, para llevarme enseguida a ese preciso paisaje emocional. Y eso tiene cierto peligro- añade después de un rato- me hace sentir que la tristeza puede llegar a ser bella.
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