Atardece, de nuevo sentado en la terraza del paseo. Un cierzo fresco nos azota de vez en cuando. Como siempre, observo a cuantos se encuentran a mi alrededor o transitan por allí; mi atención se centra en la abuela silenciosa de firme mirada al frente, acompañada por una belleza eslava de rostro de Gioconda. Muy de vez en cuando la abuela dice algo en voz baja y su fiera expresión se transforma; sonríe con ganas y mi gioconda se inclina hacia ella mientras apoya con delicadeza una de sus manos en el brazo de la anciana. ¡Si yo fuese un artista..!.
Los vi llegar. Parecían padre e hijo; el primero, con gafas y grandes entradas en el pelo, aparentaba tener unos cincuenta años, mientras que el segundo mostraba el rostro intemporal de quienes padecen el Síndrome de Down. Tomaron asiento junto al velador de enfrente. El padre pidió una cerveza, el hijo una naranjada.
Tranquilos, contemplaban a los paseantes; de una manera natural comenzaron a charlar. Estaban a gusto; se cogieron de la mano, con fuerza, como compañeros que han ganado una partida, alegres. El hijo aprovechó que el padre miraba distraído a no se donde y cogió su vaso de cerveza; dio un sorbo pequeño, corto. El padre le vio y sonrió, sin decir nada; el hijo le agradeció la calma con otra suave sonrisa, ahita de confianza.
Poco después se acercó un matrimonio a saludarles. Gente conocida, por lo que aprecié. Padre e hijo se pusieron de pie para acoger a los recién llegados. El padre tendió su mano para estrechar la que le ofrecía el hombre; la mujer se acercó al hijo..
Y el subnormal, de nuevo con una sonrisa alegre y suave, se acercó a ella, apoyando en el hombro femenino su cabeza, mientras la abrazaba con una ternura infinita, muy dulce, entregándose confiado...
Los vi llegar. Parecían padre e hijo; el primero, con gafas y grandes entradas en el pelo, aparentaba tener unos cincuenta años, mientras que el segundo mostraba el rostro intemporal de quienes padecen el Síndrome de Down. Tomaron asiento junto al velador de enfrente. El padre pidió una cerveza, el hijo una naranjada.
Tranquilos, contemplaban a los paseantes; de una manera natural comenzaron a charlar. Estaban a gusto; se cogieron de la mano, con fuerza, como compañeros que han ganado una partida, alegres. El hijo aprovechó que el padre miraba distraído a no se donde y cogió su vaso de cerveza; dio un sorbo pequeño, corto. El padre le vio y sonrió, sin decir nada; el hijo le agradeció la calma con otra suave sonrisa, ahita de confianza.
Poco después se acercó un matrimonio a saludarles. Gente conocida, por lo que aprecié. Padre e hijo se pusieron de pie para acoger a los recién llegados. El padre tendió su mano para estrechar la que le ofrecía el hombre; la mujer se acercó al hijo..
Y el subnormal, de nuevo con una sonrisa alegre y suave, se acercó a ella, apoyando en el hombro femenino su cabeza, mientras la abrazaba con una ternura infinita, muy dulce, entregándose confiado...
Si él está por debajo de lo normal..
¿donde estoy yo?
¿donde estoy yo?
4 comentarios:
Pues tú estás donde están los que saben apreciar la ternura, la belleza y las cosas que merecen ser vividas.
Y entre los que pueden transmitir con una sencillez impagable y que no deja indiferente, cuando escriben.
Gracias por este cuadro.
Un abrazo grande.
Penélope.
A veces, las buenas gentes que somos, nos confundimos en lo importante porque no somos capaces de expandir y compartir el corazón de la misma manera radiante, afable y enorme en que lo hacen aquellos que tildamos de diferentes.
Estás dónde has decidido estar. Y la verdad, visto desde fuera, es un buen sitio el tuyo.
Un abrazo
Entregarse confiado. Entonces, sin miedo, recuperamos el pulso natural de la existencia. Lo hace el niño y los que carecen de malicia, como ese del que nos cuentas. Pero el adulto suele volverse desconfiado: se protege, se resguarda, se oculta. En realidad, se agota.
No es mala idea abrir un poquito la espita y permitir que el miedo se gasifique, dejar un poco de sitio para que aquel rescoldo antiguo, que en algún momento pretendimos ahogar en la ceniza, vaya cobrando forma. A nada que le dejemos, a nada que nuestro corazón se pose más allá de nosotros mismos, seguro que sus alas echarán raíces y el fruto de primavera será magnífico.
Confiemos. ¿No es acaso ya la hora de arrinconar el miedo?
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