Se abre la ventana del balcón del primer piso de la casa que está al otro lado de la calle, no muy ancha. Contemplo la escena desde arriba. El anciano está sentado en su silla de ruedas, inmóvil. Le da el sol. Sobre su pecho un transistor con la antena desplegada. Silencio. Pasa la mañana. El anciano es casi estatua. Fija la mirada en lo único que puede ver: algún ladrillo de la casa de enfrente. Le baña el sol, le acompaña la soledad, le besa el silencio.
Pasa la mañana. Vuelvo a mirarle. ¡Vive!. Desliza una mano sobre su pantalón, durante una eternidad, hasta llegar a la rodilla; pellizca la tela y en un temblor la arrastra, subiendo un poco la pernera. El sol se sorprende ante la blancura de su piel.
Pasa la mañana. Vuelvo a mirarle. ¡Vive!. Desliza una mano sobre su pantalón, durante una eternidad, hasta llegar a la rodilla; pellizca la tela y en un temblor la arrastra, subiendo un poco la pernera. El sol se sorprende ante la blancura de su piel.
Me quedo quieto unos momentos, contemplándole. ¿Qué haces?. Adivinar mi futuro.
1 comentario:
La vejez otorga dos privilegios: Que el tiempo no cuente y que te dejen en paz. A cambio, en muchas ocasiones, te encadena a un lugar.
Conociéndote, sé que nunca estarás sentadico al sol con un transistor en la mano cuando seas viejo, (para lo cual te falta muuucho aún).
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